martes, mayo 10, 2005

Mr Conan

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15.550,45 €


John Buscema murió el 10 de enero de 2002.

Recuerdo ser un crío que rondaba por los quioscos de mi ciudad, buscando entre los gigantescos montones de revistas, de periódicos, de cromos y coleccionables, los casi imperceptibles rastros de las escasas publicaciones de esa extraña cosa llamada Forum. Esa editorial que editaba algo descerebrado y estúpido llamado tebeos de superhéroes. ¡Qué tiempos aquellos!. Por aquel entonces, la película de Conan el Bárbaro era algo vetado por mis mayores debido a su violencia y a sus tórridas escenas de sexo (!!!!!!!!!!!!), y todo lo que olía a este personaje tenía unas connotaciones secretas y prohibidas que me atraían como la luz a una polilla.
Recuerdo que un día de julio, aplastado por el peso de un calor irreal y justo al volver de una sesión infernal de aguadillas en las piscinas municipales, encontré algo me deslumbro en el centro de una montaña de semanarios deportivos. Yo tenía 12 años y aquel cómic anunciaba muerte y seres extraños en la portada. Y a ella. Muerta en los brazos de su amante. Desfigurada por la codicia. Belit. Yo tenía 12 años y ella era una diablesa de pelo negro azabache que respiraba sensualidad y aventuras. Yo tenía 12 años, y al enamorarme perdidamente de ella, comprendí que odiaba a Conan sobre todas la cosas. Ya ves tú. Odiaba a aquel Conan perfecto. Al Conan felino y salvaje de John Buscema.

John Buscema murió hace más de tres años, y mucha gente ignora quién fué, lo que hizo, lo que significó. Su muerte pasó desapercibida en los diarios. Ningún medio importante reseñó su muerte. Solo unos pocos aficionados recordamos con nostalgia al maestro. Mi infancia, mi juventud y mi adolescencia acabaron marcadas por el deseo secreto y nunca confesado que sentía por las mujeres que el dibujaba, la fascinación entrañable que me producían sus monstruos, por la admiración hacia aquel bárbaro indomable e invencible que destilaba a la vez fuerza y veloz agilidad, en un ejercicio de equilibrio y técnica propios de este maestro de la ilustración

John Buscema murió hace más de tres años, y poca gente se acuerda de él. De su participación fundamental en este denostado arte, de su genialidad desatada, de su prolífica obra. Aquellos episodios de Estela Plateada, de los Cuatro Fantásticos, de Thor, de los Vengadores, de Namor. Aquellas ilustraciones inmortales de Conan, de Belit, de Sonja, de aquel Tarzan pelirrojo, del león oscuro, de ciudades y sacerdotes, de engendros de eras pasadas, de espadas y salvajes antropófagos. Y es que el Conan dibujado por Buscema es El Conan. Sin Duda.
Quien piense lo contrario es que carece de memoria.

martes, mayo 03, 2005

Mundo de Papel

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Vivo en un mundo de papel, en una carcel escrita con dedos contrahechos, en un país de fronteras difusas del que nunca escapa nadie. Vivo en el intermedio, entre la humillación, bajo la mentira, sorprendido por actitudes que ni el más cobarde espera. Aterrado por el dolor de lo incierto. Asombrado por lo amargo de una derrota iterandose hasta la nausea.
Vivo prisioneo de la desgracia. Atento al desastre. Pendiente del final. En el fondo lo siento por aquellos que aseguran quererme, por los ojos hinchados y la fatalidad imparable.
Vivo en un mundo de papel que yo mismo construyo día a día. De espirales, de erizos muertos y llenos de moscas. De peste. Vivo en un planeta que a veces se cansa de girar, que no espera, que vomita. Triste, gris, de cuadros rojos y verdes, pegajoso como un sofá de eskai.
Vivo en un mundo de papel que arde, lleno de gente que escupe gasolina y a la que odio profundamente.
Joder. Vivo la pesadilla de un mosquito, el dolor de una cucaracha. Y sonrío.
A veces sólo importa lo lejano, lo difuso. Otras es tu sangre la que empaña el espejo de tu baño, y comprendes demasiado tarde que otra vez estás vivo.
Todavía.

lunes, mayo 02, 2005

Y acabar devorado por el instrumento...

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Como por casualidad, como casi todas las grandes cosas, el buscador de mi emule encontró una recopilación en jpg de los episodios de Miracleman escritos por Alan Moore y Neil Gaiman. No soy muy partidario de la lectura de cómics en un ordenador, y siento una querencia algo nostálgica hacia el viejo y contaminante papel, pero no pude resistir el impulso curioso de coleccionista que me obligaba a indagar en estos cómics antológicos, tanto por su contenido, como por la rareza de los mismos debido a los eternos problemas legales causados por la desaparición de la editorial propietaria de los derechos del personaje.



Acabo de leer por primera vez el famoso número 15, y tan solo la página 3, en la que Johnny Bates espera a los héroes sentado en el centro de un Londres devastado, merece la pena la incomodidad de la lectura a través de la pantalla del ordenador. La locura reflejada por John Totleben en la cara de KidMiracleman han creado en mí un vínculo de respeto hacia este autor, algo que reconozco, no había conseguido con sus páginas en La Cosa del Pantano.
Pero la verdad es que no es para hablar una vez más del talento del señor Moore o del señor Gaiman para lo que estoy escribiendo de nuevo ( y cada vez más espaciadamente) en esta bitácora. El talento de estos genios del cómic es algo que no necesita ser resaltado de nuevo. No. La verdad es que la cuestión es otra muy diferente.
Algo embriagado por la calidad de las páginas, del concepto, de la idea, me dirigí confiado hacia eBay, dispuesto a encontrar a algún coleccionista preparado para desprenderse de los números editados por la antigua Eclipse. Y lo encontré. 26 números en un estado casi perfecto a un precio de unos 250 euros. Demasiado. Demasiado poco. Al final, el precio de las cosas depende de la venda con la que nos tapamos los ojos. O del chillido horrorizado de nuestra tarjeta de crédito al sangrar. Dudé un momento. Todavía sigo dudando. Y la oportunidad pasó. Por hoy. 250 euros por tebeos usados. 250 euros por algo “casi en perfecto estado”, ignorando lo que eso quiere decir. Casi. Demonios. Dudé. Por un segundo. Por unas horas. Ayer. Pero supongo que acabaré cediendo. Que me vendaré los ojos. Que mi tarjeta chillará. Otra vez.
Y aunque la cuestión económica es sin duda capital en la vida de todo coleccionista, tampoco es este el trasfondo de la idea. El objetivo, el tema que necesito comentar, son los arriba referidos problemas legales. El litigio inacabable entre Todd MacFarlane y Neil Gaiman por los derechos del personaje, que impide reediciones exhaustivas, detalladas, baratas, de lujo, de bolsillo, en formato prestigio o cartoné de una obra que merece ser leída, de un patrimonio que pertenece al ser humano por calidad, por interés, por excelencia. Las leyes se interponen entre nosotros y el bien común y nos impiden disfrutar de algo que por genial debería transformarse en patrimonio de todos. En lugar de intervenir de forma salomónica y en beneficio de un todo mayor, la leyes se convierten en farragosas correas que impiden que nada vaya a ningún sitio, que todo se pare, que nada avance. Este concepto es tristemente aplicable para nuestro sistema en general. A menudo olvidamos que somos nosotros los que hacemos las leyes, los que las creamos, que ellas estás subyugadas a nuestra voluntad, y nunca, nunca lo contrario. Las leyes siempre acaban embrollando cuestiones personales, hasta convertirlas en expedientes gigantescos de miles de hojas que nadie parece dispuesto a resolver. Al final, la disputa privada entre dos señores por algo que consideran suyo acaba derivando en un problema para el resto de los lectores, para el resto de los mortales. Lo que debería ser beneficio se convierte en detrimento. La justicia se transforma en un concepto irreal que obedece a tendencias estúpidas y olvida inmisericorde el sentido común. El producto se convierte en losa, el siervo en amo, el instrumento en impedimento. Al final los inocentes nos vemos obligados a buscar en la red incomodas imágenes escaneadas que nos hablan en ingles, los perfeccionistas compulsivos abrimos nuestra cartera pana donar 250 euros en beneficio de una lucha enconada pero poco productiva. Al final todos somos perjudicados al carecer de una obra que merece ser disfrutada, al vernos atenazados por un proceso legal que nos impide ver la luz preclara de la genialidad, al olvidar algo que no merece ser olvidado, con ojos llorosos esperamos un poco más por algo que no va a suceder, el engendro devora a su creador, las palabras se convierten en un lodo que nos traga, que nos ahoga. Al final alguien, entre el velo de tiempo infinito que existe entre las viñetas abre la boca para susurrar una palabra. Una palabra de poder. Una palabra que, al final, no entiende de leyes.
KIMOTA